Artículo publicado en Rolling Stone México
Es 22 de julio de 2016, el segundo día en Lukla en el que se supone volaremos a Katmandú. Ayer mi vuelo fue cancelado debido al mal tiempo.
Estoy en la sala de espera y cada vez se juntan más turistas. Reconozco algunas caras de ayer, otras que llevan esperando desde anteayer y otras nuevas que se supone tienen programado su vuelo para hoy. Algunos juegan cartas, otros caminan alrededor de la sala, esperando que algo interesante suceda y otros, como es mi caso, observamos. Observamos las caras de los demás, el comportamiento de las personas que se encuentran en la misma situación que uno. ¿Qué pensará la demás gente?, ¿estarán desesperados? ,¿emocionados?, ¿o simplemente aburridos? No lo sé.
En lo personal me encuentro pesimista ante el vuelo; pero he tomado esta demora como una anécdota más del viaje. ¿Qué chiste tendría que todo hubiese salido tal y cual y lo esperaba? Lo divertido de la vida es que sucedan cosas insospechadas. Quería una aventura, y la estoy teniendo. Me encuentro al otro lado del mundo y las cosas no están saliendo como lo planeaba: En algunas ocasiones salen mejor y en otras salen... digamos "diferentes".
El sonido en el lugar está aumentando. Casi no quedan asientos vacíos; pero parece que el humor de la gente va mejorando. Aunque todavía no llega el avión, el cielo se despeja cada vez más.
Esto se ve prometedor: Acaban de llamarnos a los del primer vuelo. Hacemos fila para abordar la avioneta de catorce pasajeros, mientras los turistas del vuelo anterior descienden de ella. Uno de ellos, surcoreano, se acerca a preguntarme sobre de mi viaje, “¿cómo está [el Everest]?” Me pregunta. Le respondo que increíble.
No hay duda que viajar en solitario ha sido la mejor experiencia que he tenido en mi vida. Y lo mejor de todo: a las montañas del Himalaya, un lugar mágico que siempre había querido visitar y al que ciertamente querré regresar.
El sonido estruendoso de la avioneta parece indicar que aterrizó nuestro avión. Estamos abordando, y las caras que ayer parecían de desesperanza, ahora son de felicidad. Partiremos desde el aeropuerto más peligroso del mundo. Nos enfilamos para despegar y las hélices del motor giran con mayor rapidez. Comenzamos a recorrer los pocos metros de la pista, la cual tiene un cierto grado de inclinación negativa. De pronto ésta se termina y nos encontramos flotando encima del precipicio. Una experiencia un tanto escalofriante; pero, más que nada, emocionante.
Al fin, después de un día de espera, me encuentro volando en dirección a Katmandú, planeando a pocos metros las altas montañas del Himalaya. Las vistas son espectaculares:
picos nevados a los trescientos sesenta grados. Los doce pasajeros que nos encontramos en el precario avión, nos tapamos los oídos con un poco de algodón que nos proporcionó la tripulación. El sonido de las hélices es un casi insoportable.
Mientras escribo este relato, sentado en el incómodo asiento, hago el recuento de los dos días previos. La poca infraestructura de Nepal, mezclada con su impredecible tiempo, hace que sea imposible tener una cabal logística en el viaje; pero, cómo ya lo había mencionado: esto es parte de visitar este país, y precisamente es por esta razón que volvería sin siquiera pensarlo dos veces.
El tren de aterrizaje se abre, los oídos se tapan, y se empieza a sentir un ligero cosquilleo en el estómago. Los perímetros de la ciudad se empiezan a ser visibles la ventanilla. Estamos a punto de aterrizar en la capital. Los "flats" se abren y el se siente característico golpe del avión al chocar contra la tierra.
Me encuentro de regreso en la capital de este asombroso país: el ruido de los cláxons, la contaminación y el caótico tránsito lo confirman. Dentro de toda su imperfección, Katmandú es perfecta.
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